En las afueras del perímetro urbano de nuestros primeras ciudades -para entonces modestas y precarias poblaciones en transición al futuro anubarrado que hoy representan-, especie de suburbios del pecado, que para el goce y disfrute del amor furtivo se edificaban en torno a ellas, pasiones desesperadas, celos atormentados y amores sin porvenir, culminaron en tragedias y ruinas personales acompasadas con las bandas sonoras de los éxitos musicales del momento.
Fueron denominadas en aquellos tiempos como “zonas de tolerancias” o “conventillos” -según o en acuerdo a cada nacionalidad-, conforme a una nomenclatura espontánea que surgía de la ocurrencia popular, evidentemente que no correspondía a ninguna zonificación catastral de la que modernamente registran en el presente las autoridades de nuestras ciudades, pero a los efectos de la ubicación precisa en los andurriales urbanos de entonces, estos célebres lugares eran harto conocidos y de imperdible ubicación para propios y extraños.
En uno de ellos, en fecha imprecisa entre abril y mayo de 1945, probablemente en sincronía que solo construye el azar, al tiempo que en Europa, en torno a un tablero de operaciones estratégicas, se declaraba el fin de la segunda guerra mundial; al otro lado del atlántico, y también, intermediando una mesa, pero esta vez, bajo el compás de la “Rubia Mireya”, tres hombres disponían del destino de un muchacho vendedor de leche a domicilio. Uno de ellos agraviado por la afrenta de su mujer -en realidad la mujer de muchos por razones de oficio y no de amor, como es el caso que nos ocupa, y que de hecho laceraba el corazón del mancillado-, instruía a los otros dos del delito que horas después cometerían.
El alcohol, como dice la vieja conseja, llena de valor al cobarde -también lo expresa uno que otro tango-, de nada valdría la noche estrellada que en toda su inmensidad se ofrecía al lupanar que hacía honor al género musical preferido de sus habituales; ni el aroma perfumado que dejaba al paso cada mujer engalanada para el paisanaje noctámbulo de ocasión; ni tampoco el miedo a la ley, que tan exiguamente en aquellos años se aplicaba en el país. No era entonces de dudar, que la fechoría para satisfacción de la hombría de este personaje, se consumaría irremediablemente.
Era, por tanto, desde ese instante, el fin del mozo amancebado con las caricias de la mujer del caporal de la finca aledaña; pero, también, como el sello y cruz de cada moneda, el comienzo de la historia del Hombre Cero.
Esa noche Pirincho, entonado con los acordes trágicos, arrebatados, y apasionados en vodevil de mala muerte, repetía desde la maquina estacionada al extremo izquierdo del amplio salón, los avatares de los “Tiempos viejos” -… ¿Te acordás, hermano, la Rubia Mireya?… ¡casi me suicido una noche por ella, y hoy es una pobre mendiga harapienta. ¿Te acordás, hermano, lo linda que era? Se formaba rueda pa' verla bailar...!-. El nombre real de “Pirincho” -versión sureña de lo que aquí llamamos “pelopincho”- era Francisco Canaro, bueno en apego a la verdad, el primero era un apodo, el segundo un seudónimo, y finalmente, su correcta identidad era: Francisco Canarozzo. Un uruguayo nacionalizado luego argentino.
A casa llena y al amparo de la luz celestial de esas estrellas que a modo de ornamentos parecieran fabricadas especialmente para espacios como estos, las bombillas de colores se repartían por doquier, complementando, en riguroso y teatral sentido, la iluminación de esta factoría de tragedias y de ilusiones vanas que llevaba por nombre el del género musical sureño.
Los dos autores de la felonía que pretendían un crimen, recibieron la promesa de pago -música paga no suena, también reza el viejo dicho- esa misma noche, junto a los detalles de la rutina laboral del repartidor de leche.
Los dos autores de la felonía que pretendían un crimen, recibieron la promesa de pago -música paga no suena, también reza el viejo dicho- esa misma noche, junto a los detalles de la rutina laboral del repartidor de leche.
Al día siguiente, una vez que saliera de la finca con destino a la entrega acostumbrada, los dos hombres -asimismo jóvenes, pero de mayor edad que el muchacho- lo interceptarían entre la zona más espesa de matorrales y lejana del caserío, allí le asaltarían, luego de trepar -el de mayor estatura de los atacantes- sobre el macho en que montaba y en cargas llevaba los envases con la leche. Podría decirse que la muerte jugaba agazapada esperando por el hombre cero un día impreciso entre abril y mayo de 1945.
En el ocaso de las minas, cuando la luz del firmamento ya no era la misma; ni tampoco las bombillas de colores, ni el aroma del perfume femenino se mezclaba en el ambiente húmedo y caluroso del mismo lugar de 1945, conocí esta historia, no de boca de la “Rubia Mireya”, naturalmente, porque en efecto, en esta tierra, aparte del petróleo, que con abundancia se ha extraído y aún generosamente sigue fluyendo, también los comentarios, las historias y leyendas urbanas, abundan con frecuencia.
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