Crónicas perdidas
Con frecuencia, gracias a la política comunicacional gubernamental en pleno desarrollo –como bien diría Walter Martínez–, nos hemos habituado a ver los telenoticieros de otros países, así nos enteramos del clima en Cantabria, de los días soleados en Mayorca, o de las lluvias insufribles en los valles colombianos que acaban con las vías y la infraestructura de poblados enteros. Ni hablar de los detalles del Brexit, y la candente lucha en las elecciones francesas. Todo eso da vueltas en las cabezas de quienes resistiéndose a ver la basura de los canales nacionales, opta por mover el control del mago de la cara de vidrio –como escribiera Eduardo Liendo sobre la TV– hacia esos destinos, que en algunos casos, además de los cinco mil kilómetros de distancia que nos separan, también la cultura y su cotidianidad vital nos es extraña. Por eso cuando por mera casualidad nos topamos con alguna nota informativa familiar, nuestros sentidos se alertan. Así me pasó hace unas semanas atrás con el canal colombiano -Caracol Internacional-, en su noticiero estelar de las siete de la noche –aquí a las ocho–, cuando en el marco de una sección identificada como “El reportero soy yo”, un hombre, micrófono en mano, cual periodista en acción, reportaba su noticia desde Tasajera. Coño, dije, al tiempo que agudizaba vista y oídos. En segundos el man moreno con su acento costeño que trastoca las eses al final de las palabras por una especie de t o d frenada como bicicleta que se detiene apunta de pie sostenido sobre el caucho, desplegó su denuncia. Modesto en el vocabulario, pero certero y claro para hablar, y no dejo de pensar en lo que siempre ha sido mi lamento sobre la manera de expresarse mis paisanos, cuán limitados y precarios son para exponer una idea sin volverse un ocho. El improvisado reportero popular denunciaba el estado de las calles, la insalubridad, la pobreza y el mal vivir decadente a causa del olvido gubernamental de Tasajera. Desde luego que la causa de mi interés fue por la calcada realidad de aquella población sobre la nuestra, como suerte de figura reflejada en el espejo, los mismos males con sus rostros similares, nombre semejante y costa besada por las aguas, como Tasajeras, la nuestra, aquel poblado, ahora fantasma, enclavado en una de las costillas del Lago de Maracaibo. Como el mundo es un pañuelo, en un momento llegué a pensar que su nombre podría deberse a la vena aventurera de algún tasajereño trashumante en la costa atlántica colombiana. Después de todo Tasajeras tiene en su haber excepcionales hechos que la memoria apenas retiene. La primera persona en suicidarse lanzándose a las aguas del lago desde el puente general Rafael Urdaneta, fue una malograda adolescente embarazada de esta localidad. Por si fuera poco, años después, otro joven de la misma vecindad, aquejado por una pena de amor, decide su suerte de similar modo. Y como un trozo surgido del realismo mágico garcimarquiano, un eunuco vasallo de San Benito que sobrevivió herido varios días entre los matorrales a causa de la cruel castración a mano de dos hermanos, se convirtió en el hombre cero de Tasajeras. Pero como cuando un hecho lleva a otro, como la pieza del dominó que cae y arrastra a la siguiente, la buena praxis médica de la que fue objeto por el galeno de guardia en el hospital, mereció los elogios de rigor, y también, como consecuencia de su promocionado logro asistencial -he aquí la pieza que cae-, el descubrimiento de la impostura del profesional de la medicina, un osado practicante de origen colombiano que se hacia pasar por médico. Qué de extraño podría ser, entonces, que un natural de éste caserío fundara pueblo en tierras vecinas. Nadie lo sabe, como tampoco con precisión se conoce el origen de un nombre tan particular para aquel poblado nuestro.
El 28 de marzo de 1895 el Consejo de Gobierno del Estado, mediante decreto legislativo, declaró la sesión de cuatro leguas de tierras que correspondían entre otras al caserío Tasajeras, a la parroquia Lagunillas del entonces Distrito Bolívar. La adjudicación se hizo en virtud de un decreto que tenía por finalidad dotar de ejidos a las parroquias que carecieran de ellos. Luego de la adjudicación de 1895. En 1922 un ciudadano de nombre Betulio Guijarro solicita a la presidencia de la Asamblea Legislativa dejar sin efecto el decreto de cesión de finales de siglo. La razón que expuso en su solicitud fue la de no estar dicho decreto autorizado por el presidente de aquel momento, puesto que no aparecía su firma en el manuscrito, sino únicamente la del secretario. Efectivamente, se comprobó lo señalado por esta persona y la Asamblea Legislativa en lugar de enmendar la posible omisión involuntaria -sólo Dios y los actores de aquella época saben si fue deliberadamente olvidada la firma- del presidente de la Asamblea, se limitó a dejar constancia del vicio administrativo. Posteriormente, en el mismo año 1922, otra persona de nombre Bladimiro Jugo Padrón, comerciante, y vecino de Betijoque se dirigió a la Cámara Municipal del Distrito Bolívar para solicitar se le restituyera a él, y a su socio y compadre General Santos Matute Gómez, los terrenos denominados desde tiempos remotos Tasajeras, por haberlos obtenido en razón de compra-venta celebrados con los herederos de Feliciano Rincón Fereira en 1917. Se señala en la solicitud presentada a la municipalidad que la compra hecha a este señor Rincón Fereira forma parte de una herencia que ha venido transfiriéndose desde 1811 hasta el momento de la compra. Así pues, se dice que los más antiguos dueños de Tasajeras son unos cónyuges de nombres Francisco José Prieto y Juana Catalina Estrada, que ya en sus testamentos de 1811 mencionaban a esa porción de terrenos como parte de sus bienes.
El 3 de mayo de 1922 el Concejo Municipal del Distrito Bolívar en sesión ordinaria declaró irrito el acuerdo de la Asamblea Legislativa del año 1895 donde se le otorgan en calidad de ejidos a la municipalidad de Bolívar los terrenos de Tasajeras y partes aledañas. Reconociendo de este modo la propiedad y demás derechos de Bladimiro Jugo Padrón y Santos Matute Gómez sobre tales extensiones de terrenos.
Pero la historia no termina allí. Luego de salirse con las suyas, los dos personajes citados se dividieron las propiedades, y tocó a Santos Matute la propiedad de Tasajeras, quien posteriormente la vendió a Lino Ekmeiro, y éste a su vez, a la Sociedad Anónima Británica The Venezuelan Oil Concessions Limited en el año 1923 por la suma de doscientos mil bolívares exactos que la compañía pagó en efectivo.
De la gallera del pueblo la algarabía del juego no cesaba nunca. La pared blanca, dividía a la población en casi dos mitades perfectas, las casas de balcón a la izquierda, hacia el sur. Y a la derecha, hacia el norte, el resto del caserío. La estación de gasolina con su surtidor amarillo encendido adornaba el centro del pueblo. Sus arrestos de grandeza no imaginaban cuán negro habría de ser el devenir de su tiempo. Del bullicio aldeano comparsa de la vorágine petrolera de comienzos de siglo, no queda nada, ningún vestigio que dé cuenta de aquella época. En el lugar que ocupaba toda esta historia se encrespa una espesa vegetación con su cortejo de olvido, en nuestra memoria se yergue un Macondo que habita en el alma de poblaciones enteras que fueron mudadas sin respeto alguno a su arraigo. La reubicación de todos estos asentamientos por debajo de la cota cero del lago de Maracaibo no sólo se llevó a las personas a otros parajes, aniquilo su historia, su identidad, dejando en su lugar monte y olvido.
Nota: Hace muchos años, en septiembre de 1993, escribí un artículo titulado “Tasajeras en anverso y reverso” del cual he tomado algunos párrafos que ahora transcribo en parte.
Twitter: @emartz1
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