Edinson Martínez: Río Blanco


Para bajar la peña había que sortear una bien elaborada cerca de alambres y bloques de cemento que ya otros habían evadido varias generaciones antes para descubrir el mundo allende el paredón, imagino que después de los pioneros,  para cada una de las siguientes cohortes sólo era cuestión de tiempo encontrar el boquete y adentrarse en el bosque que rodeaba al colegio cuál muralla protegida de extraños, que a los fines de la curiosidad infantil sólo previenen temporalmente el arrojo -como ha sucedido en todos los tiempos y lugares con la perspicacia infantil-, de los primeros impulsos para finalmente buscándole la vuelta al asunto, transgredir la  prohibición y saborear la tentación que ella ha significado.

Entre la espesura de la vegetación que dejaba a salvo un camino pedregoso, se descendía zigzagueante montaña abajo hasta las orillas del menguado río que durante el verano se convertía en arroyo, hasta allí, en desbocada  carrera el grupo de muchachos nos despeñábamos con el aliento contenido y el miedo pegado en las espaldas en ejercicio pleno de la seducción por el riesgo, nos atrevimos una y otra vez a escondidas por el sólo placer de meter los pies en el agua fría del arroyo que años después sería el torrente contaminado que serpentea las montañas de esta región andina. Presurosos, en retirada, ésta vez cuesta arriba, con la fatiga expresada en la boca seca y el corazón trepidante como tambor de guerra,  regresábamos al galope cuidando cada paso para no levantar sospechas en las autoridades escolares.

Cada quien  a su modo, conforme a los primeros rasgos de la personalidad que sólo el tiempo consolidaría en el devenir de su vida, se lanzaba jubiloso a la corriente de agua; unos descalzos con el pantalón a media pierna y el torso desnudo, algunos con un short improvisado, y otros, los menos, como Dios los trajo al mundo, ahorrándose con ello las formalidades innecesarias en momentos como estos. Tanto iba el cántaro al agua hasta que en acuerdo a las leyes de las probabilidades, un día, de regreso, luego de ingresar por el hueco de la cerca, desde el otro lado,  nos esperaban quienes por tanto tiempo habíamos burlado. Hasta allí entonces llegaron nuestros cruceros colegiales. Ese río era el Motatán.


Esta deferencia, especie de concesión afectiva a los recuerdos, en licencia que me he otorgado en abuso de los lectores que espero perdonen, la comparto a propósito de Río Blanco de Ciudad Ojeda, la ciudad donde vivo, en ella no hay ríos. En casi todas las ciudades o pueblos hay un río o un lugar donde meter los pies en el agua. Son varias las ciudades en el mundo conocidas por los ríos que las atraviesan, que muchas veces dividiéndolas en dos mitades casi perfectas al acariciar sus topografías, dan origen a singularísimos conglomerados urbanos. En otros casos, trazan un delineando caprichoso sólo explicable por el andar atribulado de las aguas hacia su destino final.

Río Blanco, en mi ciudad,  es tan sólo una de sus calles, tiempo atrás una vereda o ruta polvorienta, similar a las muchas que habían en la ciudad inicial, rodeada de la vegetación rala y agreste del clima predominantemente cálido de la zona, un camino pleno de matas de ciruelas que cuando los muchachos del vecindario le permitían, maduraban hasta lograr un color rojo intenso, de un dulzor exquisito cuya semilla servía de proyectil a las hondas o chinas de caza infantil. Probablemente en los días en que a hurtadillas junto a mis compañeros de escuela peña abajo corría al Motatán, un adolescente de cachetes coloraos y melena castaña, atendiendo la indicación de su padre de origen cubano, en un pedazo de madera improvisado clavado en el tallo de un árbol a la vera del camino, escribía el nombre de aquella angosta carretera que parecía extraída de Casas Muertas de Miguel Otero Silva o del Macondo que habita en tantos de nuestros pueblos.
-Armando… ¡Ponle Río Blanco!


El nombre que surgió espontáneo de boca del jaruqueño*, sin alcabala en el lóbulo frontal, como directo del corazón, como sí éste además de las conocidas funciones de bombear la sangre a todos los confines de nuestra humanidad, también pensara, tiene su origen en la isla de Cuba, en un modesto poblado que curiosamente tampoco tiene río y pertenece al municipio Jaruco. Por las vueltas de la vida, como ha ocurrido con tantas otras personas, la familia Meza llega a nuestra  pequeña ciudad de aquellos tiempos a inicios o tal vez a mediados de la década del 60’ del siglo pasado. En esos años y una década antes, Ciudad Ojeda comienza a transformarse en un pintoresco centro urbano integrado por muchas personas venidas de diversos rincones del mundo, basta examinar una guía telefónica de aquellas fechas, y de ahora también, para comprobarlo sin mucho esfuerzo.

El mismísimo Gabriel García Márquez a finales de los años 50’ alguna vez dedicó unos breves comentarios a esta condición de albergue fortuito, casual o causal, que destaca por sobre cualquier otra condición de nuestra ciudad. Río Blanco, era una carretera de tierra, al azar y al subconsciente que nos gobierna debe su nombre. Hoy ya no es aquella trocha que unía las descampadas porciones de tierras semibaldías, de maleza amarillenta, de árboles silvestre en donde abundaban ponsigués y unas florecillas amarillas que a ras de la tierra se extendían por todas partes sin que nadie supiera exactamente como se llamaban. Frondosas matas de mangos y ciruelas con sus cargas de frutos verdosos implorando tiempo para enrojecer. Rio Blanco, es ahora una vía urbana importante,  integrada al entramado vial de la ciudad y la nomenclatura que ha surgido al temple de sus ochenta años de fundada. 

*.- Natural del municipio Jaruco, Provincia de Mayabeque en Cuba. Situado a unos 30 km al sudeste de La Habana.

Ciudad Ojeda, 25/03/2017
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