Edinson Martínez: El Jabón

Edinson Martínez: El Jabón

La costumbre de bañarse a diario -a veces más de una vez- en nuestros países, es un antiquísimo hábito de pulcritud, heredado de aquellos tiempos remotos del guayuco o taparrabo que modestamente exhibían nuestros antepasados. Esta práctica de higiene personal llamó poderosamente la atención de quienes pisaron por primera vez nuestro continente en el ocaso del siglo XV. Es oportuno advertir -y valga la digresión explicativa, no nos vaya a salir alguno de esos puntillosos que sobre temas  históricos no perdonan el menor desliz- que demostrado está que desde mucho antes de aquella aventura transoceánica iniciada en Puerto de Palos -como se nos enseñaba desde el tercer grado de instrucción primaria, en esos lejanos días en que los maestros estaban autorizados por nuestros padres a doblarnos las rodillas y/o sacarnos las lagrimas por alguna travesura u omisión académica- hacia ésta parte del mundo,  otros ya habían pasado revista con relativa asiduidad a los predios exóticos de lo que hoy en día es el continente de las mayores desigualdades sociales del planeta. Pues bien, siendo el baño frecuente una novedad de ostensibles beneficios sobre nuestro cuerpo, su higiene, y naturalmente, el olor que emana de este, no dudo en pensar que fue bien acogida por los conquistadores europeos, y como se acostumbra decir por estos días, fue nuestro legado para ellos, que dependiendo del cristal con que se mire el asunto, podría incluso ser una de nuestras mejores herencias para el viejo mundo. 

Pero como en todas las sucesiones, los beneficiarios -¡y beneficiarias!, diría uno de estos maniáticos de las precisiones del género y no del idioma- pueden optar libérrimamente por tomarlas o asumirlas, según sea el caso; o bien, rechazarlas, desentendiéndose de este modo del legado que a otros ha costado ingentes esfuerzos. Hace algunos años fui a Margarita, cuando tomar el sol en alguna de sus playas era una experiencia babélica, al subir al avión de regreso, una de las azafatas que por protocolo y cortesía aeronáutica recibe a los pasajeros, mostraba un semblante rígido, carente de la sonrisa de rigor. Firme, elegante y espigada como una mata de coco nos saludaba con sus buenos días; sin embargo, evitaba meter -sería mejor decir, evitaba dirigir su mirada, suena como más poético- su cara hacia el interior de la aeronave. Adentro con nuestro calorcito tropical expresado al máximo, una legión de caras rubias y cabellos de tonos Igora Royal 9FA, generaban un atmosférico* ambiente  cargado de un vaho encebollado que súbitamente me hizo comprender la razón de la mirada esquiva de la aeromoza. Había casi olvidado aquella escena de finales del siglo pasado, pero hace unos días volví a recordarla en medio de una interesante y estimulante aventura -de qué otro modo podría calificarse una experiencia como ésta sino es a partir de la nueva interpretación de la realidad según la perspectiva que nos ha legado el finado, donde lo feo es bonito, lo malo es bueno, la guerra es la paz,  una mentira la verdad, las colas una ficción, y la inseguridad una sensación- de una semana en cola, léase bien, una semana, para comprar una batería a mi carro que justo el 31 de diciembre me dejó varado. La mezcla de aromas, tufos y tufillos que la ausencia de jabón primero, y luego, desodorante –ese maravilloso invento de la modernidad para corregir nuestros defectos de fábrica- que fueron acumulándose al calor de los intensos rayos solares de esta región del mundo, democráticamente nos fue  igualando  a todos bajo la misma condición mal oliente. 

Cuando era niño solía venderse en todos los comercios, además con una abundante publicidad en medios impresos y audiovisuales en el país, un jabón de tocador conocido como “Salvavidas”, lo recuerdo de un color anaranjado, de forma hexagonal y muy duro al tacto, tenía un olor extraño, un aroma a no sé qué cosa horrible, muy desagradable, que al compararlo  con los otros jabones disponibles en el mercado, bien podría emplearse para uso de mascotas, hasta su forma, pero principalmente su olor, remedaban las mismas propiedades de aquellos indicados específicamente para tales usos. Pues bien, en esos días de cola llegué  a extrañar el “Salvavidas”, comienzo a recordarlo hasta con cariño, en una especie de nostalgia que se reconcilia con el pasado a la que Milan Kundera en su insoportable levedad del ser dedica en no buenos términos  parte de su contenido. Sin embargo, ¡Qué maravilla sería tener ahora un Salvavidas!

Llega a mi memoria un episodio jabonoso de hace algunos años, anecdótico como ha sido esta breve crónica,  para la primera mitad de la década de los 80’. Estando de visita por razones laborales en una empresa transnacional, petrolera, mientras esperaba el turno para ser atendido, en la sala de recepción una joven secretaria nos recibía a todos con exquisita  cordialidad. Al cabo de unos minutos, tal vez un cuarto de hora, un hombre muy grande, inmenso de largo y ancho, hizo su entrada en la pequeña oficina. Enseguida lo reconocí, con frecuencia era noticia en la prensa regional, nunca lo había visto en persona, pero su cara, fácilmente identificable por un bigote grueso como una brocha de tres pulgadas, además de unos anteojos de carey que no sé  por qué hacían juego con su peinado hacia atrás estilo Brylcreem. Se acercó diligente, ágil -como no se imaginaría nadie que lo viera a primera vista-, hasta la chica recepcionista.  Supe en el acto que se trataba de don Pedro Gauna Moreno, un veterano dirigente sindical de aquellos años,  por el trato hacia la chica concluí que la conocía, y luego del saludo con las cortesías zalameras de obligado cumplimiento –todos los visitantes, dos o tres personas, observamos callados-, el personaje público,  sacó de uno de sus bolsillos grandotes del también mayúsculo pantalón de caqui, un par de jabones de tocador marca Cadum -era el jabón cosmético de moda, perfumado y con bonita forma que a efectos subliminales a mi me parecía estar viendo a Susana Giménez   con su shock de frescura-.  Era evidente que se trataba de un halago, la joven tomó el par de jabones, recuerdo eran de empaque verde, y los guardó discretamente en su escritorio. De inmediato, don Pedro entró raudo a la entrevista, antes -por supuesto- de quienes habíamos llegado previamente. Rato después, regresó y se despidió de la oficinista con la misma zalamería del comienzo. En esos tiempos -y en el presente con mucha más razón dada su ausencia absoluta de los anaqueles de toda clase de mercados en Venezuela-, los jabones abrían puertas.  ¡Qué bueno sería tener ahora uno de esos Cadum, aunque también vendrían bien un par de  Salvavidas!
*.- Expresión de mi amigo Chemel Noguera -músico melenudo poseído por el rock,  y diseñador gráfico de alucinante creatividad- para describir una situación particular fuera de lo común.
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