Edinson Martinez: Una belga en Ciudad Ojeda

Una belga en Ciudad Ojeda

Esta ciudad ha visto discurrir sus días, que luego han sido meses, y finalmente, hasta nuestro tiempo, ochenta vueltas al calendario las que se han sumado desde aquellas atribuladas fechas de la muerte del dictador más longevo del país, y el ingreso de Venezuela,  como bien dicen algunos, al siglo veinte.  En realidad, no es tanto sí con apego a las proporciones de otras latitudes tuviéramos que compararla; sí conforme a las razonables expectativas de vida tiene cualquier persona, o más aún si hubiéramos de contrastarla con ciudades cercanas, de su propio entorno geográfico, que acumulan algunas tres o cuatro centenas de años de fundación. Es en efecto, principal y objetivamente, una ciudad de modestas dimensiones, calurosa y apacible, como pocas,  refugio de gentes de lenguas extrañas que por el petróleo, el  azar, o las carambolas -que lo mismo es-, de las que nadie está exento en la  vida, llegaron y  se quedaron por siempre. Para ellos el mundo cabía en dos calles, luego, años después, en dos avenidas, Bolívar y Alonso de Ojeda. 

En uno de esos días imprecisos de septiembre…-¿octubre?- en que el cielo parece exprimirse hasta la última gota, la vi correr buscando amparo bajo el techo de alguno de los locales comerciales de la avenida. El clima por esta época, sabiéndolo de sol caliente,  no deja de ser caprichoso por momentos, como el humor de aquellas personas que van de la euforia a la iracundia, no sabe uno con certeza qué esperar de ellas en ocasiones; por eso el sol, en nuestro caso, puede permitirse ceder sus habituales rayos a una intempestiva lluvia sin que los registros meteorológicos lo adviertan a tiempo.

Entre el asfalto y la acera, el agua corría a raudales no sin atrincherarse en algunas de las deformidades del pavimento para formar varias de las charcas que el sol luego secaría.  Con una agilidad propia de persona de menos edad, saltó  de un brinco el charco formado súbitamente,  y se unió a quienes también buscaban la protección de un techo. El pelo corto sobre su cuello largo, se movía para todos lados,  ondeaba cenizo con el viento húmedo de la mañana temprana de aquel día, sujeto a su hombro derecho pendía un bolso que con fuerza pegaba a su cuerpo liviano. Mientras pude la seguí  con la vista hasta perderse entre el grupo de personas que se habían juntado evitando la lluvia. Con el paso de los días aquella imagen se fue desvaneciendo en mis recuerdos, bien es sabido que la rutina se ocupa de nuestra memoria con mayor rigor que la fuerza misma de los hechos. Pasaron los días, las semanas, también meses y no podría precisar sí uno o dos  años cuando nuevamente la vi,  atravesaba presurosa –como antes–  la avenida, siempre con el bolso y el cabello a la misma altura. Sin embargo, lucía más delgada, o la ropa era de una talla ligeramente mayor, podría ser, incluso, esa dieta que ya sabemos el nombre asignado por estos días  a la baja súbita de peso. Caminaba en dirección a una de nuestras calles transversales del centro de la ciudad.  En el paisaje humano de las ciudades los rostros se mezclan, se confunden, nos vamos haciendo anónimos en la medida en que el inevitable crecimiento demográfico va construyendo una nueva arquitectura social, cada quien entonces, pasa inadvertido entre la multitud, entre los sudores y humores humanos, y un rostro pareciéndonos familiar no significa nada porque sólo es la consecuencia del acervo fantasmal que llevamos dentro todos los humanos. Hace un par de semanas, un sábado corriente por la tarde, me animé a tomar un café en una de las panaderías del centro, al llegar, en el área del mostrador que sólo tiene espacio para tres o cuatro sillas para los privilegiados que al momento tengan la fortuna de conseguir una disponible, en uno de esos asientos, la mujer tomaba un café junto a un “cachito” –croissant, para el buen decir de ella–, sus ojos azules como el cielo voltearon a mirarme cuando me senté en la silla de al lado.

–Buenas tardes, ¿cómo está? –atiné a decir, como es además, mi costumbre, tanto por cortesía como por ese acto reflejo que la urbanidad por fortuna nos ha impuesto.

–Buenas tardes,  señor –un rostro surcado por diminutas arrugas, finas como hilos que se extendían desde las comisuras de sus labios delgados hasta la barbilla, y también,  en el contorno de los ojos claros, respondió mi saludo, mientras sujetaba entre sus dedos gruesos el “cachito” vespertino. Al hablar advertí un acento extraño, no era italiano, tampoco inglés, y antes que seguir cavilando me atreví a invitarle lo que enseguida delató su origen: un croissant, pronunciado en  inconfundible francés.

–¿Cómo se llama usted? ¿Es francesa?

–Élie, no, soy belga, hace cincuenta años que llegué al país y cuarenta aquí –¡una belga en Ciudad Ojeda!, probablemente sea la única persona de esa nacionalidad en la ciudad. Había imaginado que era francesa, no sin dejar de acotar que habría sido también una sorpresa encontrarse una persona de ese origen cuando comúnmente nos llenamos de italianos, españoles, portugueses, chinos y recientemente árabes por montón. Pero, ¡una belga!, esa sí es una sorpresa. 

–¿Cómo fue que llegó una belga a Ciudad Ojeda? –le pregunté mientras me tomaba el café. Es una anciana muy activa, tiene un andar muy ágil, y un cierto aire juvenil cuando sonríe.

–Me casé con un polaco, en Europa, ya murió, hace años, él me trajo a vivir aquí cuando  vino a trabajar en las petroleras. Tengo tres hijos, y cinco nietos, aquí moriré –me dijo finalmente. De vez en cuando la veo, veloz, como siempre. Por esas vueltas caprichosas, rocambolescas de la vida, aún se gana el pan en oficios domésticos. Tras esos ojos del color del cielo nos miran  ochenta años de historia, alguna vez tuvieron el embrujo de domar corazones.  Élie, como la ciudad, también ha dado ochenta veces la vuelta al almanaque.  

Edinson Martinez
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